En esta soledad donde
nadie me acompaña,
siento el incontenible deseo de llorar.
En mi surgen las ganas de aniquilar
todo indicio de felicidad, toda
señal de vida; todo
momento que en mi produzca serenidad.
A esta tristeza, tan huérfana de motivos y razones,
sólo le sirve el amor de lejos;
un amor de erizos distantes que se lastiman,
que se violan en un imaginario
construido con dolor y nauseas.
En donde el falso y embriagado escape
de sonrisas, se realza absurdo en un
desperdicio de ficticias alegrías.
Un instante de inmensas dudas resueltas
con más dudas; un viaje mental
tan profundo que lastima a esos contemporáneos
fugaces.
Una llamada cobarde y cruel de auxilio;
una indiferencia tan profunda
que mortifica el romántico sueño de la paz.
¿Qué queda de esta esencia aferrada a marchitarse
entre las sombras de la distancia?.
Un melancólico estertor, un pujante alarido
de muerte aferrado a ver la luz, y luego,
descender bajo la vanidosa forma de un
cuerpo humano. Compacto como
todo sueño y anhelo; desperdiciado por
las indómitas olas de impaciente consciencia,
senil de amores, mas no de traiciones.
A este ebrio de olvido y malestar,
sólo le queda la esperanza desterrada
a un sitio mental húmedo, frío, pútrido; tan hondo
que ni siquiera la vida misma puede ahí
tirar sus porquerías.
Tan profundo que hace de la
esperanza de Benetti algo inútil....
vacío y verdaderamente manso.
Tan frío que hace del más intenso fuego del amor,
la más terrible y sórdida sombra de soledad.
Hoy, cuando más sólo me siento,
me postro a contemplar el paisaje gris de ayer.
Observando en cada rayo de luz, la desesperanza de un
día que termina e inicia otro; con las mismas
frías y secas palabras con que partió la vida;
la esperanza sangrienta y maltrecha de ayer.